Es posible que cuando
comprobemos los efectos que los nuevos dispositivos de comunicación provocan en
la sociedad, y particularmente en la juventud, la capacidad para corregirlos
sea ya muy limitada. Tremendo el diagnóstico que Jordi Soler realiza sobre el tema. ¿Será verdad lo que dice? ¿Tan fuerte es la tendencia al aislamiento que
propician en medio de la multitud que nos rodea? ¿De qué manera repercute la
dependencia obsesiva de los artilugios electrónicos sobre el comportamiento de los ciudadanos más entregados a ellos? ¿Cómo
influye en los procesos de toma de conciencia sobre las realidades colectivas,
a las que estamos necesariamente vinculados y de las que dependemos? ¿La
docilidad y la cobardía son, en suma, las secuelas inexorables? ¿Qué modelo de
ciudadanía se configura, al fin?
Estas preguntas requieren respuestas
inmediatas y sinceras ante lo que está sucediendo, conscientes de que el riesgo
existe, aunque personalmente no creo que la sumisión prevalezca aún sobre el
espíritu crítico y la rebeldía, tal y como se aprecia en las posturas reactivas
que cuestionan determinados comportamientos políticos. Pero lo cierto es, sin
embargo, que sólo la labor educativa bien planteada, capaz de canalizar
racionalmente las actitudes y los saberes hacia el conocimiento de las
posibilidades y los riesgos que entraña la dependencia hacia las tecnologías
que aíslan y sumen en la soledad, valorando al tiempo el caudal de ventajas que
encierra la valoración de lo que colectivamente integra al ciudadano, puede
neutralizar el sentido de una tendencia que paradójicamente lleva a la
desculturización, al ensimismamiento y a la insolidaridad.