21 de junio de 2013

Al fin, Barack Obama ha hablado en la Puerta de Brandenburgo



Lo había intentado cinco años antes cuando visitó Berlín como candidato del Partido Demócrata a la Casa Blanca. No le dejaron disponer entonces de ese lugar emblemático del escenario europeo, aunque ello no le impidió aprovechar con creces el impresionante panorama ofrecido bajo la columna de la victoria de Siegessäule en los jardines de Tiergarten, como ya señalé en su día en este mismo espacio.  Apunté en aquella ocasión que, tras ser elegido presidente, no sería quizá mala idea que volviera a visitar la ciudad que tantos quebraderos de cabeza ha dado a los europeos y que hoy se erige en el centro de referencia de las estrategias que modelan este territorio de historia tan atormentada como contradictoria, esto es, con sus luces y sus sombras, con sus esperanzas y sus decepciones. Finalmente lo ha hecho ante 4.000 invitados, previamente seleccionados y entre los cuales se encontraban numerosos jóvenes norteamericanos que estudian en Alemania. Muy lejos ya de las 200.000 personas que lo aclamaron en 2008 en el famoso parque de la capital alemana. 


La resonancia del lugar permite desplegar ideas que llegan a todos los lugares del mundo, suscitando ese interés que tienen las grandes declaraciones sobre hechos y situaciones que interesan más allá de las fronteras. Medio siglo después de que John F. Kennedy utilizara - el 26 de junio de 1963 - esa misma plataforma, aunque en un contexto diferente, condicionado por la ruptura que imponía "la guerra fría", las ideas de Obama nos sitúan, obligado por la realidad circundante, ante el reconocimiento ineludible de los problemas que afectan a la humanidad y cuya denuncia, sincera u oportunista, no puede quedar sumida en el olvido ni en la indiferencia.

Plantear la necesidad de defender un mundo más justo, de luchar contra las desigualdades, de afrontar con diligencia las situaciones de corrupción e intolerancia, reducir la magnitud del desempleo, son ideas que suenan bien en unos momentos en los que la gravedad de los problemas denunciados mina los fundamentos de la sociedad abocándola a un panorama de conflictos que tenderán a acentuarse a medida que las sociedades tomen conciencia de los factores que los provocan. ¡Cómo no sorprenderse de lo que está ocurriendo en Brasil en este junio que se antojaba tan fértil para la imagen de ese país! 

Por esa razón, cuando el presidente norteamericano señala que "mientras siga habiendo cientos de millones de personas con el estómago vacío o bajo la angustia del desempleo, no seremos realmente prósperos", lo único que hace es manifestar una preocupación que lleve a quienes lo escuchan a tener la sensación de que las tragedias del mundo contemporáneo forman parte también de las inquietudes de quienes lo gobiernan. Demasiadas ideas y pocas concreciones, salvo que se entienda como tal la reiterada promesa, de momento incumplida, de cerrar la prisión de Guantánamo o  la propuesta de reducir la tercera parte del arsenal nuclear, ahora que ya las guerras nucleares se han convertido en antiguallas desfasadas. 

Más aún, lo cierto es que, por más declaraciones que se hagan en este sentido, nunca parecerán suficientes, ya sea porque se entienden promulgadas en función de las circunstancias en que se plantean o bien porque, una vez efectuadas, escasos indicios se perciben de que las causas que motivan lo denunciado vayan a ser corregidas. No puede decirse, en puridad, que estemos ante una lectura crítica del mundo contemporáneo. Sus palabras son, en cualquier caso, el testimonio de la gran antinomia en que se desenvuelve el mundo de nuestros días, es decir, la que revela el aumento de las contradicciones sin que se perciban claramente las medidas encaminadas a su reducción y la propia crisis de liderazgo en que se desenvuelve la toma de decisiones, marcadas por la constatación de que, más allá de las palabras biempensantes, los hechos distan mucho de corresponderse con lo que aparentemente persiguen. 

Pero Obama ya ha satisfecho su objetivo, que es de lo que se trataba, consciente de que el capital político de que entonces disponía se ha debilitado. Ha hecho lo mismo que hicieron varios de sus predecesores: hablar en el corazón de Berlín, de cara a la Avenida Bajo los Tilos que culmina en la Universidad presidida por la estatua de Alexander von Humboldt,  aprovechando la resonancia que ese espacio tiene, para sentir con ello que ha cumplido con un requisito histórico aunque los derroteros del mundo se encaminen por cauces que contravienen las bellas palabras que, al fin y al cabo, se acaba llevando el viento cuando las luces del estrado se apagan. 





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