Ya no se les llama negros, sino afroamericanos. No es una denominación eufemística sino el reconocimiento explícito de la importancia que tiene la historia en la configuración étnica y sociocultural de la sociedad norteamericana. La historia de África, del pueblo africano, es indisociable de la de América, de la mayor parte de los territorios que configuran lo que se llamó el Nuevo Mundo y, desde luego, define con fuerza y extraordinaria magnitud la imagen de los Estados Unidos. Es un engarce del que la comunidad que tiene la piel negra se siente orgullosa. Es bueno que no se recate de expresarlo a su manera allí donde considera que es más sólida y mayoritaria.
Da igual que el
entorno sea modesto, que lo que lo rodea no incite a la admiración. Qué más da,
si de lo que se trata es de dejar constancia de esa trama integrada de rostros
emblemáticos que hacen de la negritud una seña poderosa de identidad, que los
residentes en el barrio neoyorkino de Harlem ofrecen como declaración de
bienvenida, al amparo de la complacencia que les proporciona el saberse
partícipes de las figuras que han marcado la historia contemporánea del país,
representativas de la lucha reivindicativa emprendida por Malcolm X, del
"sueño" que en su día invocó Martin Luther King o de lo mucho que
significa el que Barack Obama resida hoy en la White House: todas indefectiblemente
asociadas al rostro simbólico de Nelson Mandela.
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